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Garbancito

Había una vez un niño que crecía feliz, sano y fuerte, pero  que tenía algo que le distinguía de los demás chicos de su edad: era tan pequeño como un garbanzo. Nadie sabía su verdadero nombre porque todo el mundo le conocía como Garbancito.

Era un chaval listo y espabilado que se había ganado la confianza de sus padres. Los dos sabían que era muy responsable, así que de vez en cuando, le dejaban ir a dar una vuelta por el pueblo o hacer algún recado.

¡A Garbancito le encantaba ayudar en todo lo que podía! Eso sí: debido a su tamaño, mientras iba por la calle siempre cantaba una coplilla para que la gente se diera cuenta de que él pasaba por allí.

¡Pachín, pachín, pachín!

¡Mucho cuidado con lo que hacéis!

¡Pachín, pachín, pachín!

¡A Garbancito no piséis!

Era un muchachito tan popular, que todo el mundo, en cuanto escuchaba la vocecilla que venía desde el suelo, se apartaba para abrirle camino entre la multitud.

Un buen día, su padre comentó en casa que debía salir al campo.

– ¡Las coles que planté hace unas semanas están en su punto y es el momento perfecto para ir a recogerlas!

Su esposa, que tejía una bufanda junto al horno de leña, estuvo de acuerdo.

– Estupendo, querido. Si consigues llenar un saco, después iremos al pueblo a ver si podemos venderlas a buen precio.

Garbancito escuchó la conversación desde su cuarto. A la velocidad del rayo, corrió a la cocina y se subió a una mesa para que pudieran verle bien.

– ¡Por favor, papá, llévame contigo al campo! Hace mucho que no voy y quiero echarte una mano.

– Está bien, Garbancito. Vístete y lávate la cara que nos vamos en cuanto estés listo.

El padre salió a ensillar el caballo y, en cuestión de minutos, Garbancito apareció en el establo.

– ¡Papi, papi! Ayúdame a subir, que está demasiado alto para mí.

– ¡Claro que sí, hijo!

El hombre cogió a Garbancito y le colocó en la palma de su mano.

– ¿Quieres ir sobre el lomo del caballo?

– No, papá, prefiero que me pongas junto a su oreja y así yo le iré guiando por donde tiene que ir ¿Te parece bien?

– ¡Me parece perfecto! Gracias por tu ayuda, hijo mío. Despídete de tu madre.

– ¡Hasta luego, mami!

– ¡Hasta luego! Querido, tened cuidado y tú, Garbancito, sé responsable ¿de acuerdo?

– Lo seré, no te preocupes.

Agitando las manos para decir adiós, padre e hijo tomaron el primer camino a la derecha. Garbancito iba feliz dando órdenes al animal.

– ¡Por aquí, caballito, sigue por esa vereda! … ¡No, no, ahora gira, que por allí hay piedras!

Por fin, llegaron a la plantación de coles.

– Garbancito, voy a llenar el saco todo lo que pueda. Ve a jugar un ratito, pero no te alejes mucho.

– Sí, papá, no te preocupes por mí ¡Ya sabes que sé cuidarme yo solito!

¡El pequeño estaba feliz! El Sol calentaba sus mejillas, el aire olía a flores y un montón de mariposas revoloteaban sobre su cabecita  ¿Qué más podía pedir?

Como era un chico curioso, se fue a dar una vuelta. Le encantaba corretear entre la hierba y observar los bichitos que había debajo de las piedras. ¡Siempre encontraba cosas interesantes que investigar! También le entretenía mucho dar brincos y subirse a las flores. ¡Era genial balancearse sobre ellas como si fueran columpios!

Pero algo sucedió. En uno de esos saltos, calculó mal la distancia y fue a caer sobre una gran col. Aunque las hojas eran bastante blandas, se dio de bruces y el coscorrón fue importante.

– ¡Ay, qué golpe me he dado! ¡Casi me parto los dientes!

Muy cerca, había un buey pastando que escuchó el quejido de dolor y enseguida notó que  algo se movía sobre la planta. Se acercó sigilosamente, abrió su enorme boca, arrancó la col de un bocado y se la comió en un abrir y cerrar de ojos. El pobre Garbancito no tuvo tiempo de escapar y fue engullido por el animal.

El padre, que no se había dado cuenta de lo sucedido, al terminar la faena le llamó.

– ¡Garbancito! ¡Va a anochecer y tenemos que regresar! ¿Dónde estás? ¡Garbancito!

Por mucho que buscó, el niño no apareció por ninguna parte. Desesperado,  se subió al caballo y volvió a casa galopando. Ni si quiera se acordó de llevarse el saco de coles, que se quedó abandonado en el suelo. Entre lágrimas, le contó a su mujer que Garbancito había desaparecido y,  juntos, salieron de nuevo a buscar a su hijo.

Durante horas y horas recorrieron la zona gritando:

– ¡Garbancito! ¡Garbancito!

– ¿Dónde estás, hijo mío? ¡Garbancito!

Parecía que se lo había tragado la tierra y empezaron a convencerse de que su querido hijo jamás volvería con ellos. Estaban a punto de tirar la toalla cuando pasaron por delante de un buey que mascaba un poco de pasto. De su interior, salió un hilo de voz:

– ¡Aquí! ¡Padres, estoy aquí!

El hombre frenó en seco y le dijo a su mujer:

– ¡Shhhh! ¿Has oído eso?

Garbancito continuó gritando tan fuerte como fue capaz.

– ¡Estoy en la panza del buey que se mueve, donde ni nieva ni llueve!

La madre se acercó al animal y tocó su enorme barriga. A través de la piel notó un bultito del tamaño de una canica que se desplazaba de un lado a otro. Miró a su marido y sonriendo, le dijo:

– ¡Nuestro hijo está aquí dentro y tengo una idea para liberarlo!

Se agachó, arrancó unas finas ramitas de la tierra, y las acercó a la nariz del buey. Al olfatearlas, el animal sintió tantas cosquillas que estornudó con fuerza y lanzó por la boca a Garbancito. El niño salió disparado como una bala, pero por suerte, fue a parar al mullido regazo de su padre.

 ¡Qué alegría sintieron todos! El hombre y la mujer lo comieron a besos y Garbancito, loco de contento, se dejó querer porque era un niño muy mimoso.

Había que regresar a casa. Cogieron el saco de coles y los tres se subieron al viejo caballo, que, entre risas de felicidad, comenzó a trotar al ritmo de la canción favorita de Garbancito:

¡Pachín, pachín, pachín!

¡Mucho cuidado con lo que hacéis!

¡Pachín, pachín, pachín!

¡A Garbancito no piséis!

 

Garbancito- Cuentos populares del mundo.(c) CRISTINA RODRÍGUEZ LOMBA

El flautista de Hamelin

Érase una vez un precioso pueblo llamado Hamelin. En él se respiraba aire puro todo el año puesto que estaba  situado en un valle, en plena naturaleza.  Las casas salpicaban el paisaje rodeadas de altas montañas y muy cerca pasaba un río en el que sus habitantes solían pescar y bañarse cuando hacía buen tiempo. Siempre había alimentos de sobra para todos, ya que las familias criaban ganado y plantaban cereales para hacer panes y pasteles todo el año. Se puede decir que Hamelin era un pueblo donde la gente era feliz.

Un día, sucedió algo muy extraño. Cuando los habitantes de Hamelin se levantaron por la mañana, empezaron a ver ratones por todas partes. Todos corrieron presos del pánico a cerrar las puertas de sus graneros para que no se comieran el trigo. Pero esto no sirvió de mucho porque en cuestión de poco tiempo, el pueblo había sido invadido por miles de roedores que campaban a sus anchas calle arriba y calle abajo, entrando por todas las rendijas y agujeros que veían. La situación era incontrolable y nadie sabía qué hacer.

Por la tarde, el alcalde mandó reunir a todos los habitantes del pueblo en la plaza principal. Se subió a un escalón muy alto y gritando, para que todo el mundo le escuchara, dijo:

– Se hace saber que se recompensará con un saco de monedas de oro al valiente que consiga liberarnos de esta pesadilla.

La noticia se extendió rápidamente por toda la comarca y al día siguiente, se presentó un joven  flaco y de ojos grandes que tan sólo llevaba un saco al hombro y una flauta en la mano derecha. Muy decidido, se dirigió al alcalde y le dijo con gesto serio:

– Señor, vengo a ayudarles. Yo limpiaré esta ciudad de ratones y todo volverá a la normalidad.

Sin esperar ni un minuto más, se dio la vuelta y comenzó a tocar la flauta. La melodía era dulce y maravillosa. Los lugareños se miraron sin entender nada, pero más sorprendidos se quedaron cuando la plaza empezó a llenarse de ratones. Miles de ellos rodearon al músico y de manera casi mágica, se quedaron pasmados al escuchar el sonido que se colaba por sus orejas.

El flautista, sin dejar de tocar, empezó a caminar y a alejarse del pueblo seguido por una larguísima fila de ratones, que parecían hechizados por la música. Atravesó las montañas y los molestos animales desaparecieron del pueblo para siempre.

¡Todos estaban felices! ¡Por fin se había solucionado el problema! Esa noche, niños y mayores se pusieron sus mejores galas y celebraron una fiesta en la plaza del pueblo con comida, bebida y baile para todo el mundo.

Un par de días después, el flautista regresó para cobrar su recompensa.

– Vengo a por las monedas de oro que me corresponden – le dijo al alcalde – He cumplido mi palabra y ahora usted debe cumplir con la suya.

El mandamás del pueblo le miró fijamente y soltó una gran carcajada.

– ¡Ja ja ja ja! ¿Estás loco? ¿Crees que voy a pagarte un saco repleto de monedas de oro por sólo tocar la flauta? ¡Vete ahora mismo de aquí y no vuelvas nunca más, jovenzuelo!

El flautista se sintió traicionado y decidió vengarse del avaro alcalde. Sin decir ni una palabra, sacó su flauta del bolsillo y de nuevo empezó a tocar una melodía todavía más bella que la que había encandilado a los ratones. Era tan suave y encantadora, que todos los niños del pueblo comenzaron a arremolinarse junto a él para escucharla.

Poco a poco se alejó sin dejar de tocar y todos los niños fueron tras él. Atravesaron las montañas y al llegar a una cueva llena de dulces y golosinas, el flautista les encerró dentro. Cuando los padres se dieron cuenta de que no se oían las risas de los pequeños en las calles salieron de sus hogares a ver qué sucedía, pero ya era demasiado tarde. Los niños habían desaparecido sin dejar rastro.

El gobernante y toda la gente del pueblo comprendieron lo que había sucedido y salieron de madrugada a buscar al flautista para pedirle que les devolviera a sus niños. Tras rastrear durante horas, le encontraron durmiendo profundamente bajo la sombra de un castaño.

– ¡Eh, tú, despierta! – dijo el alcalde, en representación de todos – ¡Devuélvenos a nuestros chiquillos! Los queremos mucho y estamos desolados sin ellos.

El flautista, indignado, contestó:

– ¡Me has mentido! Prometiste un saco de monedas de oro a quien os librara de la plaga de ratones y yo lo hice gustoso. Me merezco la recompensa, pero tu avaricia no tiene límites y ahí tienes tu merecido.

Todos los padres y madres comenzaron a llorar desesperados y a suplicarle que por favor les devolviera a sus niños, pero no servía de nada.

Finalmente, el alcalde se arrodilló frente a él y humildemente, con lágrimas en los ojos, le dijo:

– Lo siento mucho, joven. Me comporté como un estúpido y un ingrato. He aprendido la lección. Toma, aquí tienes el doble de monedas de las que te había prometido. Espero que esto sirva para que comprendas que realmente me siento muy arrepentido.

El joven se conmovió y se dio cuenta de que le pedía perdón de corazón.

– Está bien… Acepto tus disculpas y la recompensa. Espero que de ahora en adelante, seas fiel a tu palabra y cumplas siempre las promesas.

Tomó la flauta entre sus huesudas manos y de nuevo, salió de ella una exquisita melodía.  A pocos metros estaba la cueva y de sus oscuras entrañas, comenzaron a salir decenas de niños  sanos y salvos, que corrieron a abrazar a sus familias entre risas y alborozos.

Era tanta la felicidad, que nadie se dio cuenta que el joven flautista había recogido ya su bolsa repleta de dinero y con una sonrisa de satisfacción, se alejaba discretamente, tal y como había venido.

 

El flautista de Hamelin(c) CRISTINA RODRÍGUEZ LOMBA

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